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Reflexion que llega al alma "El Dios inconfundible"

El Dios inconfundible
Después de buscar consejo, el rey hizo dos becerros de oro, y le dijo al pueblo: «¡Israelitas, no es necesario que sigan subiendo a Jerusalén. Aquí están sus dioses, que los sacaron de Egipto!» (1 Reyes 12:28).

EL SEGUNDO MANDAMIENTO CONDENA la transferencia de ideas, conceptos e imágenes de otros dioses a la persona del Creador. Así como Dios no desea que se lo represente con imágenes, tampoco desea que se lo confunda con dioses falsos.
Los israelitas sucumbieron a la tentación del sincretismo religioso no solo en el Sinaí, también en el tiempo de Jeroboam I.

Después de la división del reino de Israel en dos partes, las tribus del norte nombraron a Jeroboam como su rey. Este quiso impedir que sus ciudadanos fueran al sur a adorar al templo de Jerusalén. Había razones políticas de por medio, pero comprometió la religión del pueblo, y ordenó que se erigieran dos becerros para que fueran adorados en nombre del Dios de Israel, uno en Dan y el otro en Betel. De este modo, asoció una vez más el culto del Creador con el culto de Apis, con el cual se familiarizó durante su estancia en Egipto.

En tiempos de Noé ocurrió lo mismo: «No todos los hombres de aquella generación eran idólatras en el sentido estricto de la palabra. Muchos profesaban ser adoradores de Dios. Alegaban que sus ídolos eran imágenes de la Deidad, y que por su medio el pueblo podía formarse una concepción más clara del Ser divino [...].

Al tratar de representar a Dios mediante objetos materiales, cegaron sus mentes en lo que respectaba a la majestad y al poder del Creador; dejaron de comprender la santidad de su carácter, y la naturaleza sagrada e inmutable de sus requerimientos» (Patriarcas y profetas, pp. 82, 83). Dios no quiere que se lo confunda con imágenes que rebajan su dignidad y promueven el deterioro de la moral humana. Al usar conceptos semejantes, se confunde la santidad de Dios y se desorienta a las personas.

Sinceridad en la adoración
El día que el Señor les habló en Horeb, en medio del fuego, ustedes no vieron ninguna figura. Por lo tanto, tengan mucho cuidado de no corromperse haciendo ídolos o figuras que tengan alguna forma o imagen de hombre o de mujer (Deuteronomio 4: 15, 16).
EN EL SIGLO IV DE NUESTRA ERA, la religión cristiana llegó a ser la religión oficial del Imperio Romano. El emperador Constantino el Grande se convirtió a la fe cristiana e hizo que sus súbditos paganos se con­virtieran en masa. Pero estas conversiones no fueron sinceras, sino que se realizaron por conveniencia política.

Notemos estas palabras que nos dicen lo que pasó: «Para dar a los convertidos del paganismo algo que equivaliera al culto de los ídolos y para animarles a que aceptaran nominalmente el cristianismo, se introdujo gradualmente en el culto cristiano la adoración de imágenes y de reliquias» (El conflicto de los siglos, p. 56).
Muchos sinceros cristianos protestaron por estas medidas que estaban en contra de los mandamientos de Dios, pero «la mayoría de los cristianos con­sintieron al fin en arriar su bandera, y se realizó la unión del cristianismo con el paganismo.

Aunque los adoradores de los ídolos profesaban haberse convertido y unido con la iglesia, seguían aferrándose a su idolatría, y solo habían cambiado los objetos de su culto por imágenes de Jesús y hasta de María y de los santos. La levadura de la idolatría, introducida de ese modo en la iglesia, pro­siguió su funesta obra. Doctrinas falsas, ritos supersticiosos y ceremonias idolátricas se incorporaron en la fe y en el culto cristiano. Al unirse los discípulos de Cristo con los idólatras, la religión cristiana se corrompió y la iglesia perdió su pureza y su fuerza» (El conflicto de los siglos, p. 47).

Nuestro Señor lo dijo muy claro cuando habló de la forma de adorarle: «Pero se acerca la hora, y ha llegado ya, en que los verdaderos adoradores rendirán culto al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu, y quienes lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad» (Juan 4: 23, 24).
Que Dios te bendiga,
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