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''REFLEXIONES''La verdadera gracia de Dios


Os he escrito brevemente, amonestándoos, y testificando que ésta es la verdadera gracia de Dios, en la cual estáis."
1ª Pedro 5:12


Dios se ha revelado a nosotros como el "Dios de toda gracia" (1ª Pedro 5:10), y la posición que nos está reservada es aquella cuando gustamos que «que el Señor es benigno» (o lleno de gracia) (1ª Pedro 2:3). iCuán difí­cil nos es, a menudo creer que el Señor es bueno! El sentimiento na­tural de nuestros corazones es aquel del siervo negligente que escondió su talento en la tierra: "Señor, te conocía que eres hombre duro..."; hay, pues, en cada uno de nosotros una absoluta incomprensión de la verdadera gracia de Dios.

Piensan algunos que la palabra "gracia" quiere decir que Dios hace caso omiso del pecado; pero esto no es así; al contrario, la gra­cia supone que el pecado es cosa tan abominable que Dios no puede aguantarlo: si, tras haber cometido el mal, al hombre le fuera posible cambiar su conducta y corregir su propia naturaleza de tal modo que pudiera mantenerse delante de Dios sin culpa alguna, no tendría ne­cesidad de la gracia. El mismo hecho de que el Señor actúa en gracia demuestra a las claras que el pecado es verdaderamente espantoso, que el estado del hombre natural está totalmente corrompido y sin la menor esperanza, y que sólo la libre gracia podrá responder a sus necesidades y satisfacerlas.

Necesitamos aprender lo que Dios significa y es para nosotros, y esto no por medio de nuestros propios pensamientos, sino por la re­velación que Él nos dio de Sí mismo, es decir, del "Dios de toda gra­cia". Tan pronto como entiendo que soy hombre pecador y que el Señor vino hacia mí porque conocía el alcance y el horror de mi pe­cado, entiendo asimismo lo que es la gracia. La fe me enseña que mayor es Dios que mi pecado, y que no es mayor éste que Aquél... El Señor que entregó su vida por mí es el mismo Señor con el cual tengo que ver cada día de mi vida, y todas sus relaciones conmigo descan­san sobre los mismos principios de gracia. El gran secreto para cre­cer espiritualmente, es mirar al Señor como al Dios de gracia. ¡Cuán precioso y animador resulta saber que en cada momento Jesús siente por mí el mismo amor que cuando murió por mí en el Calvario!

Es ésta una verdad que tendríamos que manifestar hasta en las circunstancias al parecer más insignificantes de la vida. Supongamos, por ejemplo, que yo tenga un defecto de carácter y que me parezca harto difícil de corregir; si me dirijo a Jesucristo como a mi Amigo, Él me suministra el poder que preciso para hacerlo. La fe tendría que estar así constantemente ejercitada contra las tentaciones, y no solamente mis propios esfuerzos, los cuales nunca resultarán suficien­tes. El manantial del verdadero poder es el sentimiento de que el Señor es lleno de gracia. Nunca reconocerá el hombre natural a Cristo como única fuente de poder y de bendiciones. En el caso de que se interrumpa mi comunión con el Señor, mi corazón natural volverá siempre a decir: «Yo tengo que corregir lo que motivó mi presente caída, antes de acudir a Cristo.» Mas Él es lleno de gracia, y, sabiéndolo, lo único que hemos de hacer es de volver a Él, en seguida, tales como somos, para luego humillarnos profundamente delante de Él. Sólo en Él hallaremos y de Él recibiremos lo que puede restaurar nuestras almas. La única verdadera humildad es la humildad en Su presencia. Si reconocemos, delante de Su faz ser exactamente lo que somos, descubriremos que sólo manifiesta gracia hacia nosotros y nada más que gracia...

Es Jesús quien otorga un duradero descanso a nuestras almas, y no la opinión personal que sustentamos de nosotros mismos. Nunca considera la fe lo que está en nosotros como la base o fundamento del reposo; sino que recibe, ama y teme la revelación de Dios y los pensamientos de Dios para con Jesús en quién se halla Su reposo. Si realmente apreciamos a Jesús, si nuestros corazones y ojos están ocu­pados con Él, la vanidad y el pecado que nos rodean no harán mella en nosotros; y esto será también nuestro poder y escudo contra el pecado y la corrupción de nuestros propios corazones. Todo cuanto veo en mí, fuera de Él, es pecado; pero lo que me hará ser humilde, no es el pensar en mis propios pecados, en mi mala naturaleza, sino por el contrario el pensar en el Señor Jesucristo, meditando sobre
la excelencia de su Persona. Bueno es que nos desechemos a nosotros mismos para ocuparnos solamente con Jesús. Derecho tenemos de olvidarnos a nosotros mismos, de olvidar nuestros pecados, tenemos derecho de olvidarnos de todo, menos de Jesucristo.

Nada es más difícil para nuestros corazones que permanecer en el sentimiento de la gracia, de estar prácticamente conscientes de que no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia; es por la gracia que se fortalece el corazón, mas no hay nada más difícil para nosotros que el entender realmente la plenitud de la gracia, aquella "gracia de Dios, en la cual estamos" y de andar con el poder que se deriva de ello.

Sólo en presencia de Dios podemos conocerla y es nuestro privile­gio encontrarnos allí. Tan pronto como nos alejamos de la presencia de Dios, empiezan a bullir nuestros pensamientos dentro de nosotros y éstos nunca pueden alcanzar los designios del Eterno para con nos­otros: la "gracia de Dios".

Si yo pensara tener el menor derecho a algo, ya no sería la pura y libre gracia, nunca podría ser la "gracia de Dios"... Es sólo cuando estamos en Su comunión que podemos medir todas las cosas en re­lación con Su gracia... Al permanecer con el sentimiento de la presen­cia de Dios, es imposible que algo pueda turbarnos - aunque fuese el estado de la Iglesia - porque nos apoyamos sobre Dios, y para nos­otros todas las cosas se colocan, entonces, en la esfera donde actúa Su gracia.

El verdadero origen de nuestro poder, como cristianos, es el tener pensamientos muy sencillos y diáfanos acerca de la gracia; y el se­creto de la santidad, de la paz y de la quietud de espíritu, es de per­manecer en el sentimiento de la gracia en la presencia de Dios.

Es tan ilimitada la "gracia de Dios", tan completa y tan perfecta, que si nos alejamos por el menor instante de la presencia divina, no podemos tener un justo criterio de aquella, carecemos de fuerza para apropiárnosla, y si intentamos conocerla fuera de Su presencia, sólo po­dremos cambiarla en licencia. Preguntémonos sencillamente: ¿qué es la gracia? En verdad, no tiene fin, ni límites. Cualquiera que sea nuestra condición (y no podemos ser peores de lo que somos), a pesar de todo, Dios es AMOR para con nosotros. Ni nuestro gozo, ni nues­tra paz dependen de lo que somos para Dios, sino de cuanto Él es para nosotros, y esto constituye la gracia.

La gracia es la preciosa revelación de que, por medio de Jesús, todo el pecado y todo el mal que está en nosotros ha sido quitado. Un solo pecado es más espantoso a los ojos de Dios, que mil para nosotros; y sin embargo, a pesar de un perfecto conocimiento de lo que somos, todo cuanto Dios manifiesta para con nosotros es AMOR.

El capítulo 7 de la epístola a los Romanos nos describe la lucha interior de un alma vivificada, pero cuyos pensamientos se concentran sobre sí misma..., dicha alma desconoce la gracia: desconoce el sen­cillo hecho de que - cualquiera que sea su estado - DIOS ES AMOR, y nada más que amor para con nosotros. En el referido capítulo, en vez de mirar a Dios, no se trata más que del «yo»: "en mí", "en mi carne, "conmigo". La fe, en cambio, clava los ojos en Dios, tal como se ha revelado a Sí mismo en gracia. ¿Soy yo? ¿Es mi estado lo que constituye el objeto de la fe? ¡De ningún modo! Nunca toma la fe por objeto lo que hay en mi corazón, sino la revelación que Dios hizo de Sí mismo, en gracia.

La gracia se vincula con lo que Dios es, y no con lo que somos nosotros, salvo en lo que el alcance de nuestros pecados no hace sino engrandecer la inmensidad de la "gracia de Dios". Recordemos tam­bién que la gracia tiene como fin indispensable el de atraer nuestras almas a la comunión con Dios; de santificarnos, enseñándonos a co­nocer y amar a Dios; el conocimiento de la gracia es, pues, el ver­dadero origen o manantial de la santificación.

El triunfo de la gracia se reveía en esto: que cuando la enemistad del hombre hubo rechazado a Jesús de la tierra, el amor de Dios in­trodujo la salvación por este mismo hecho; Cristo vino a expiar el pecado de aquellos que Le habían rechazado. Frente al mayor des­arrollo del pecado humano, la fe puede contemplar el mayor desarro­llo de la gracia de Dios. Si anida en mi pecho la menor duda acerca del amor de Dios, entonces yo me he alejado de la gracia.

Diré entonces: '"Soy desgraciado porque no soy lo que quisiera ser"; pues bien, no se trata de eso. La verdadera cuestión es ésta: "¿Es Dios, acaso, lo que quisiéramos que fuese?" "¿Es Jesús todo cuanto podemos desear?" Si la conciencia de lo que somos, de lo que halla­mos en nuestro íntimo ser tiene otro resultado que no sea acrecentar nuestra adoración por cuanto Dios es - aunque esto nos humille -, estamos fuera de la esfera de la pura gracia... ¿Está usted acaso des­contento y desconfiado? Mire si el motivo de ello no está en que usted sigue diciendo: «a mí», «yo», "conmigo", y pierde de vista la gracia de Dios.

Más vale ocuparnos de lo que Dios es, que de lo que somos nos­otros. Sí nos consideramos a nosotros mismos, ello es prueba de orgullo; es que carecemos en absoluto del sentimiento de que nada valemos. Hasta que no hayamos realizado esto, no podemos apartar del todo nuestras miradas de nosotros y fijarlas sobre Dios. Contemplando a Cristo, tenemos el privilegio de olvidarnos de nosotros mismos. La verdadera humildad no consiste tanto en pensar mal de nosotros, como en no reparar en absoluto en ello. Soy demasiado malo para merecer que piensen en mí. Lo que preciso es olvidarme de mí mismo y mirar a Dios, el cual es digno de todos mis pensamientos. Todo esto hará que seamos humildes con respecto a nosotros mismos.

Amados hermanos, si podemos exclamar como en Romanos 7: "Porque yo sé que en mí, es decir, en mi carne, no habita nada bueno" (Romanos 7:18 - LBLA), esto basta por lo que se refiere a nosotros: elevemos a continuación nuestros pensamientos hacia Aquel que tuvo a nuestro respecto «pen­samientos de paz y no de mal» (Jeremías 29:11), mucho antes de que hubiéramos pensado cualquier cosa de nosotros mismos. Consideremos Sus desig­nios de gracia para con nosotros y retengamos aquella palabra de la fe: "Si Dios es por nosotros, ¿Quién contra nosotros?" (Romanos 8:31).

J. N. Darby
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